
Y así, desnuda y fría recorre su casa las noches de invierno, sintiendo como el gélido paso del tiempo se posa en sus huesos.
Retornan a su mente, historias pasadas cargadas de recuerdos, de sentimientos y emociones que una vez la hicieron feliz. ¿Qué habrá sido de aquella muchacha que con su enorme sonrisa, y aquel brillo intenso en su mirada, hacia tambalear muros de cólera y discordia? ¿Dónde se quedó anclada y naufraga de aquel tiempo que la había hecho tan feliz? Tiempo donde se había sentido plena, y ahora… nada quedaba de todo aquello.
Conocía perfectamente su entorno, no necesitaba prender ninguna luz para caminar en la oscuridad, lo mismo que un gato, se deslizaba entre las sombras que producían los muebles por la claridad que entraba desde la calle. Se había convertido en un rito nocturno.
Cruzaba la estancia hasta llegar al salón, miraba tras las cortinas la serenidad de la noche, apoyaba la punta de la nariz en el cristal y sentía el frío, abría la puerta de la terraza y con sigilo se colaba en ella. Sentía su piel erizarse, a la primera caricia de la brisa nocturna, inclinaba su cabeza hacia atrás y allí de pie, descalza y abrigada tan solo con el chal que depositaba con sumo cuidado a los pies de su cama, cada noche antes de acostarse, la buscaba. La buscaba para hablarle, para que le diera alguna pista de lo ocurrido durante aquel tiempo, pero la Luna no tenía respuestas a sus preguntas, tan sólo le sonreía con la mayor de las ternuras intentando hacerle comprender, que no todas las preguntas, tienen respuesta…
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