
Aprendimos el decoro del fuego, la curiosa simetría de la llama, el calor azul en el centro de los muslos, el rojo flamear en las caderas, la cera dorada de los senos, iluminados desde dentro por la linterna entre las costillas.
Te arrancas de mí como una rama que ansía ser injertada en un árbol frutal, melocotón y pera, ambrosías servidas en bandeja.
Aprendimos que el desgarramiento podía ser unión, que el llamear del fuego, podía ser brasa, que el viejo decoro del amor –morir en el poema dejándole la pluma al amante solitario- era una antigua mentira.
Expulsamos, pues, al ojo maligno –has de ser infeliz para crear; has de ver morir el amor antes de escribirlo; has de perder la alegría para ganar el poema- y reescribimos nuestras vidas con fuego.
¿Ves este manuscrito cubierto de palabras color de carne?
Fue escrito con tinta invisible y expuesto a nuestra llama.
Las palabras aparecieron en él y nosotros nos hundimos el uno en el otro.
Somos tinta y sangre, somos todo lo que mancha. Nos tostamos la piel mutuamente, como si fuéramos soles.
Exponme a la luz;
verás poemas.
Abrázame en la oscuridad;
verás luz.
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